Will Fowler analiza el legado de Santa Anna en su novela ‘Patriotas’

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¿Antonio López de Santa Anna fue héroe o villano? ¿Qué sucedió realmente durante La Guerra de los Tres años? El historiador Will Fowler, especialista en este periodo, revisa estos años en Patriotas, su primera novela.

A continuación y con autorización de editorial Planeta México ofrecemos un fragmento del libro que comenzará a circular en mayo.

 

I

—Apúrale, Pancho. Que ya es hora.

—Ahora o nunca, cabrón.

Es hora. Hay que irse. El tiempo huye. Las campanas de la iglesia de Nuestra Señora de Loreto han dado ya la medianoche. Pancho apenas distingue los rostros de sus compañeros en el pasillo. Está oscuro. La llama de la vela prendida al fondo tirita nerviosa repartiendo siluetas de pesadilla por las paredes. Los reconoce por sus voces. A Lucas lo conoce mejor que a José María, ya que ingresó al mismo tiempo que él hace cosa de año y medio en el Colegio de San Ildefonso. A José María, no tanto. Es un año mayor que ellos.

—¿Qué te pasa, Indio? ¿Tienes miedo? ¿Te nos rajas?

Lo llaman Indio, a veces, porque no es blanco como los demás internos criollos que viven y estudian allí: Pancho El Indio Cienfuegos.

—No. No es eso.

—¿Entonces? ¿Qué esperas, cabrón? Apúrale.

—No hablen tan alto, carajo. Que nos van a oír —sisea Lucas entre dientes.

—Vámonos.

—Tengo que despedirme de Amalia primero.

—No chingues.

—No me puedo ir sin decirle adiós.

—Pero ¿de qué carajos nos estás hablando? ¿Quién diablos es Amalia? No hay tiempo.

—Una vez que estemos fuera, digo. Si voy a morir, necesito verla antes.

—Pero ¿qué dices, Pancho? ¿Ahora la quieres ver? —gime Lucas.

José María no puede más. Agarra a Pancho por las solapas de la levita. Lo aplasta contra la pared. Pancho le puede oler el aliento de lo cerca que está. Un tufo agrio a tabaco, cebolla, cilantro, chocolate.

—Escúchame bien, Indio, chinga tu madre —le gruñe al oído atropelladamente, a golpes de susurros amenazadores—. Nos vamos con la revolución, ¿me entiendes? Es ahora o nunca. Y yo no voy a dejar que un niñato como tú me venga a chingar el plan porque se le metió en la puta cabeza que tiene que ver a su Dulcinea del pinche Toboso antes de que nos vayamos. ¿Me oyes, Indio? Porque como nos descubran nos va la vida en ello, cabrón, y yo me voy con los insurgentes, ¿me  entiendes? Me voy con los insurgentes, sea como sea, porque  ya no puedo más, y como tú lo eches todo a perder, te mato, cabrón. ¿Me oyes? ¡Te mato!

—Maldita sea, Robles. Déjalo —susurra, histérico, Lucas, que siempre llama a José María por el apellido cuando las cosas se ponen serias.

—¿Quién anda ahí?

—¡Chin! Es don Beto.

Los oyeron. Hay que salir de ahí. Dejan de hablar. Los tres se apresuran por los pasillos. Envueltos en un silencio frágil como el cristal a punto de romperse. Atraviesan el patio interior bajo la luna deslumbrante de enero. El conejo que Quetzalcóatl dejó  plasmado en ella los observa cómplice desde un cielo sin estrellas. Y Pancho siente que el corazón le va a reventar. Le tamborilea frenéticamente en su interior, es un tambor de guerra que le sacude y hace temblar con un zapateo vertiginoso de terror. Vuela detrás de Robles y Lucas, sin detenerse a pensar. Sin dete nerse. Lo sabe él, lo saben todos. Hay que escapar. Luego luego. Ya no hay vuelta atrás.

—¿Quién va? ¡Deténganse! —La sombra de don Beto aparece en el rellano de las escaleras, los ojos centelleándole en la oscuridad. Con el candelero en una mano intenta ver por dónde huyen los tres bultos que desaparecen bajo los arcos del patio.

Pancho intenta no pensar en lo que dirá su padre. En lo disgustado que estará. En lo preocupada que estará su madre. O lo mortificada que estará su hermana Clara cuando su marido le eche en cara que le salió un hermanito insurgente. Se esfuerza       en solo pensar en salir de ahí. Rápido. Antes de que don Beto       dé la alarma. Pancho corre detrás de Robles y Lucas. Y Robles  parece saber lo que hace. En vez de dirigirse a la puerta prin cipal que da a la calle y donde debe estar uno de los bedeles      haciendo guardia, se internan por más pasillos, un laberinto de idas y venidas, hasta llegar a la cocina donde doña Gloria los está esperando.

—¿Por qué se demoraron? Apúrenle, chamacos. No hay tiempo. Por aquí.

Aunque Pancho sabe que Lucas sobornó a doña Gloria hace cosa de una semana con la mesada que le dio su padre para que les permitiera escapar por la puerta de la servidumbre, no deja de sorprenderle ver que la vieja cocinera los esté ayudando.

—Córranle, córranle.

—Gracias, doña Gloria —dice Robles.

—Vayan con Dios, mis valientes —le oyen contestar a la vez que salen corriendo por la banqueta rumbo a las calles que se esconden detrás de la catedral. Y Pancho juraría que le oye susurrar a doña Gloria mientras emprenden la fuga y cierra la puerta tras ellos—: ¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Mueran los gachupines!

En su camisón, envuelta en la oscuridad, escondida entre las cortinas pesadas de tergal francés, Amalia mira por las rejas de la ventana abierta del salón que da a la esquina. Ya deben ser    casi las dos y no hay rastro de él. La luna la mira oronda y triste desde las alturas, rodando despacio, inmensa, por encima de los campanarios y las torres de la catedral. Pancho le dijo que pasaría a despedirse. Que se iba a luchar. Contra el mal gobierno. Por la libertad. Que se iba con sus compañeros de clase José María Robles y Obando y Lucas Gonzalbo de Guevara. Que se iba con ellos a unirse a las fuerzas del padre Morelos.

Amalia se pregunta si se ha olvidado de que le prometió   que se despediría de ella antes. Si la ha olvidado, a secas. Su tía Gertrudis no se cansa de decirle todas las tardes que así son los hombres. «Unos desmemoriados a quienes les importamos solo para una cosa». Y siempre que lo dice, su tía se santigua y luego se abanica frenéticamente. «Pero Pancho no es así», se dice Amalia. No es como los hombres de los que habla su tía Gertrudis. Pancho es dulce, tierno, honrado. Y es alto, flaco y  estirado, como si estuviera hecho de alambre, con piernas largas como zancos y hombros puntiagudos. Pero es apuesto. Al  menos ella cree que lo es. Tiene ojos negros, sensuales, gigantes, como lagos, en los que se sumerge y bucea desnuda cada vez que la envuelven con la mirada. Pero no aparece por ninguna parte  y cada vez se hace más tarde. Las campanas de la iglesia de Santo  Domingo hace mucho rato que dieron la una. Sabe que si la  descubren sus padres despierta a esas horas, de pie en camisón junto a la ventana de la sala del piano que da a la calle, la crucificarán. A su pobre madre le dará un ataque de apoplejía. Le  consta que la corroe por dentro el qué dirán. Es capaz de castigarla encerrándola en un convento para que nunca más la lleven sus pensamientos pecaminosos a cometer la clase de indiscreciones que luego envenenan el tema de conversación del nido  de víboras que se reúne y sisea en la tertulia de los jueves que  frecuenta su madre en la casa de doña Celia de Champurcín. Pero una vida de monja es preferible a que le haya pasado algo  a Pancho. De eso no le cabe duda alguna. Su adorado Pancho.  Todo menos que lo hayan atrapado. Amalia reza para que no le haya pasado nada.

«Es prieto», le dijeron sus amigas cuando lo conoció, cuando su padre hace unos cinco meses dejó que su hermano Reynaldo trajera a algunos de sus amigos de San Ildefonso a su fiesta de presentación al cumplir Amalia los quince años. Su amiga María de los Ángeles puso el grito en el cielo. Hacía falta haber estado allí para creer que pudiera ser tan odiosa.

—¡Ay, Dios mío! —dijo, maliciosa, haciéndose la escandalizada—. Hay un lépero en tu casa, Amalia. Pero ¿cómo puede ser? Que lo saquen de aquí, ¿no?

Eso dijo su amiga María de los Ángeles que, con la cantinela  de que no creía en decir mentiras, se permitía ser todo lo grosera que quisiera siempre que se le antojara. Amalia hizo caso  omiso. Reina por una velada, Amalia tuvo la osadía de hablarle y luego de aceptar bailar con él en el salón de los espejos.

—¿Quién era ese joven indito que bailaba con Amalia? —había oído preguntar a su padre hacia el final de aquella  noche.

—Lo trajo Reynaldo. Va a San Ildefonso con él. Es Francisco             Cienfuegos —le oyó contestar a su madre

—¿Ese es el hijo de Braulio Cienfuegos? ¿El de las minas de plata?

—Ese.

—Ah, caray.

Y sigue sin aparecer. El tiempo se vuelve espeso. Los minutos se atoran. Amalia no entiende por qué no viene. Quizá lo atraparon y ya está en una celda esperando a que lo fusilen o lo lleven a la isla de San Juan de Ulúa para que se pudra allí en un calabozo insalubre infestado de zancudos. Prefiere no pensarlo. Se debe haber demorado. «Pero ¿dónde está?», se pregunta. Amalia empieza a temer lo peor. No que lo hayan  apresado. Pero que no viene porque no la quiere. Eso sería peor que nada. Amalia se siente caer por un abismo. Y sabe que no puede estar allí toda la noche. Tarde o temprano despertarán los criados. Tarde o temprano amanecerá. Necesitaba verlo una última vez, despedirse. Ni modo. Se voltea para regresarse a su dormitorio y es entonces que oye los pasos de alguien que corre por la calle hacia la ventana. Se vuelve y es él.

—Pancho.

—No tengo tiempo. Ya nos vamos —balbucea Pancho,                        jadeante.

—Pensé que no venías.

—Lo siento. Quería venir antes. No fue posible.

Pancho se arrima a las barras de la ventana y encuentra los labios de Amalia con los suyos y los besa. Con las manos acaricia la cara de su amada a través de las rejas.

—Te amo, Amalia, vida mía.

—Yo te amo a ti.

Amalia es feliz porque ha venido. Porque no la ha olvidado. Lo tiene ahí delante de ella al otro lado de la ventana. Pero siente ganas de llorar al mismo tiempo porque sabe que Pancho se va, y que es posible que no lo vuelva a ver nunca más.

—Cuando nos volvamos a ver seremos libres. ¿Te das cuenta? Nosotros seremos los amos de nuestro destino. Nosotros y nadie más.

—Ojalá.

—Y le pediré a tu padre que te cases conmigo.

—Pues cuida que no te maten.

—Así haré.

—Júramelo. Me lo tienes que jurar, Pancho.

—Te lo juro.

Se vuelven a besar. Una última vez. Los dos saben que quizá sea la última vez. La última vez que se besen. La última vez que se vean siquiera. Allá a lo lejos, más allá de las calles oscuras, más allá de los volcanes nevados, una vez que se vaya, saben que lo espera el horror de la guerra, aunque no conozcan todavía de cerca cómo es la cara y la pestilencia de ese horror.

—Me tengo que ir. La revolución me llama. Me esperan.

—Aún no, ten. —Con unas tijeras que tiene preparadas so bre la repisa de la ventana, Amalia se corta un rizo de su cabe llera espesa y negra y se lo da en un guardapelo de plata—. Para que no me olvides.

—No te olvidaré, Amalia. Nunca. Adiós, mi vida.

*ARISTEGUI NOTICIAS