51 días en el infierno llamado Tierra Blanca

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desaparecidos tierra blanca

  • «Me da mucha rabia que a nuestros hijos los hayan quemado y molido en la picadora de caña. Si quiera les hubieran dado el tiro de gracia«
  • Ahora, ¿«a quién voy a velar»?
  • «Mi hijo ya no va a regresar; me voy a quedar sola» 
  • «Todo se lo dejo a Dios… si es que existe» 

 

Crónica de Miguel Ángel León Carmona 

blog.expediente.mx

 

TIERRA BLANCA, Veracruz.-“Roberto Campa, nos dijo en la plática privada, que el octavo policía había visto como mataron a los cinco muchachos. Pero lo que me enojó mucho, lo que no sabía, es que a los hijos los quemaron y los molieron en la picadora de caña. Me da mucha rabia. Si quiera les hubieran dado el tiro de gracia. Hubieran dejado ahí los cuerpos. Ahora a quién voy a velar…”.

 

Dionisia Sánchez Mora, madre de Mario Arturo Orozco Sánchez, uno de los cinco jóvenes desaparecidos el pasado 11 de enero en Tierra Blanca, es la única persona que se atreve a dar entrevistas, luego de la versión del policía estatal detenido, Rubén Pérez Andrade, “que a las cenizas de los muchachos las arrojaron a un riachuelo paralelo al Rancho El Limón, en Tlalixcoyan, Veracruz”.

 

La madre espera el caer de la madrugada, cuando el silencio abunda en el campamento del ministerio público de Tierra Blanca. Cuando los quejidos de los padres desde sus colchonetas han cesado. Hombres y mujeres, los llantos resonaron con un sentimiento semejante. Una de las  tantas historias que violentaban sus imaginarios, coincidió con lo declarado por el policía detenido”, comparte Dionisia Sánchez con la mirada extraviada.

 

“Antes tenía ilusión, rezaba con muchas ganas porque pensaba que lo iba a encontrar vivo. Pero perdí la esperanza desde que fuimos a México, a la Comisión Nacional de Seguridad. Cuando nos dijeron que habían encontrado los restos calcinados de Bernardo y que además había más huesos regados por el rancho, yo dije que de seguro a todos los habían quemaron. Debo de aceptar la realidad, que mi hijo ya no va a regresar. Que me voy a quedar sola”.

 

Así culminaba el día 51, en el diario penar de los cinco padres de Playa Vicente, esta vez cornados por las flechas de la intriga de periodistas, de familiares, de conocidos y de extraños: ¿Mataron a sus hijos? ¿Los quemaron? ¿Molieron sus huesos? ¿Los arrojaron al río? Son preguntas que reinciden y hieren a las víctimas de la desaparición forzada, confiesa Dionisia Sánchez.

 

“PARECÍA UN DÍA NORMAL, UNO MÁS SIN RESPUESTAS”

 

El día para la madre iniciaba a las ocho de la mañana, desde su rincón de piso. Atendía una llamada telefónica; la voz frágil de su nieta de 4 años le preguntaba sobre el paradero su padre. “Abuelita ¿cuándo vas a traerme a mi papi? Dicen que lo fuiste a buscar. Dile que lo extraño, que ya lo quiero ver”. La madre finalizaba la llamada y desemboca su llanto sobre almohadas, tendida en el suelo.

 

La señora, de pocas palabras, apenas se reponía de la plática con su bonita, como llama a la nieta. Guardaba en secreto la versión dictada por Roberto Campa Cifrián un día anterior. Supo que el octavo policía detenido presenció los hechos cuando sus hijos fueron entregados presuntamente a elementos del Cartel Jalisco Nueva Generación; cuando los asesinaron también. Más nunca le notificaron la manera en que los agresores dieron fin a los jóvenes.

 

Las llamadas comenzaron a privarle su estabilidad emocional. Le daban el pésame y le contaban de paso la versión de la cremación múltiple. Doña Dionisia solicitó entonces la declaración en internet. Quería escucharlo de voz de Roberto Campa.

 

Luego de testificar la declaración en internet, su mirada se perdió durante ocho minutos de entrevista, perdía el aliento de manera simultánea, su ritmo cardiaco se aceleró: “Sentía como una taquicardia”, comparte. Los doctores acudieron para darle asistencia. El diagnóstico concluyó en una presión arterial alta; debía tomarlo con calma, le sugirieron.

 

Decidió refugiarse en el piso, sobre las colchonetas nuevamente. Espero sigilosa hasta la hora de comer, sin emitir palabras. Las compañeras de tragedia le insistieron que comiera un poco. Dionisia lo hizo con dificultad, caminó hasta la mesa. No obstante al ver los alimentos traídos desde Playa Vicente quebró en llanto nuevamente.

 

“A mi niño le gustaba el “toche” o armadillo, se lo guisaba hasta tres veces a la semana, al horno con mantequilla o frito con ajo”. Apenas probó bocado. Miraba el guisado en salsa verde y su olor penetrante, similar al de un zorrillo y se instaló en un espacio de recuerdos.

 

“TODO SE LO DEJO A DIOS, SI ES QUE EXISTE” 

 

“No es falta de fe, pero si le reclamo por haber permitido que le hicieron eso a mi niño. Por qué si Él lo ve y todo lo puede permitió que lo mataran, que lo hicieran polvo”, son cosas que me pongo a preguntarle frente al altar”.

La tragedia de Tierra Blanca desprenden fragmentos similares a los versos de Fernando Pessoa, en El Cuidador de Rebaños: “No creo en Dios porque nunca lo vi. Si él quisiera que yo creyera en él sin duda que vendría a hablar conmigo y entraría por mi puerta diciéndome ¡Aquí estoy!

Y así gasta su tiempo la madre devastada. Es a quien más se le ve rezar junto al altar de los cinco desaparecidos, llegó a dormir junto a la ofrenda los primeros días. Luego, por seguridad, decidió arrimarse juntos a los otros ocho cuerpos que comparten suelo y ventiladores, en noches que rebasan los 30 grados centígrados.

De esta manera culmina el día 51 para los padres de Playa Vicente. Nadie bromea, el apetito a la hora de la cena se larga del lugar. A espaldas de los comensales un padre llora sin control, se ahoga entre saliva y lágrimas. El quejido masculino inmuta a los presentes. Se guardan los alimentos, se apagan las luces del inmueble antes de lo habitual. No hay espacio para más, la gente se refugia en sus colchones. Respetan el llanto de la víctima.

Y así la entrevistada acepta compartir lo vivido en las oficinas del ministerio público, lejos de la pena que ronda en el estacionamiento del lugar, en la habitación comunitaria. Dionisia Sánchez comparte su pena, su dolor al escuchar el aparente fin de su primogénito. A llorar, ahora, por el paradero de su hijo, de sus cenizas, comparte entre suspiros.

“Ahora qué voy a hacer con su ropa, con sus zapatos, con sus pertenencias. Hace 20 días mandé a traer una muda de Playa Vicente por si mi niño regresaba. Siempre le gustaba andar arregladito, afeitado y perfumado, yo misma mandaba a planchar sus ropas. Ahora nada más las veo guardadas en una bolsa. Ahí se quedaron”.

La madre solicita retirarse del sitio, necesita reponer fuerzas, comenta. Sin embargo, antes de luchar contra su insomnio suelta una última plegaria: “Agradecería que cuando me toque regresar a Playa Vicente nadie me fuera a ver. No quiero hablar con nadie. No quiero me consuelen. Aceptaré mi destino: quedarme sola lo que me resta por vivir”.