- Cada noche, Jorge Arias enloquece en su recámara, donde un ejército de zancudos se mete para joder la vida, picar, inyectar el veneno y salir huyendo tan campantes…
Quizá la peor batalla del hombre en la vida es enfrentarse a un zancudo que de pronto, zas, se cuela a la recámara a través de la ventana abierta apenas raya la oscuridad.
Así, con sus antenas para radiar la alcoba, su exquisita y fina sensibilidad para moverse más rápido que la luz y su lámpara de Diógenes para identificar a la víctima en su vuelo precipitado, el mosquito permanece a la defensiva como una águila volando en el cielo, listo para asestar el piquete y chupar la sangre, inyectar el veneno y salir huyendo de manera impecable e implacable, meteoro que sea, tsunami que entra y sale.
La noche es su aliado. Y aun cuando Aristóteles fue el primero en citarlo en su obra narrativa, le tocó a Plinio Secundos, 23-79 años después de Cristo, asombrarse con su eficacia, flecha certera disparada al cuerpo humano para asestar la puñalada trapera.
Uno, por ejemplo, los escucha con su antena encendida reproduciendo quizá, acaso, el ruido y el sonido de una patrulla policiaca, buscando a la víctima. Y aun cuando la luz se encienda para seguirles el paso resulta inverosímil. Son más rápidos que la mirada.
Y cuando de pronto se les descubre por ahí en medio de la habitación volando con un intrepidez, dueños del escenario, apenas, apenitas da tiempo para asestar el periodicazo; pero el animalito logra escapar.
A veces, claro, de un manotazo se les captura; pero en el intento uno se vuelve loco.
Lo peor ocurre cuando el zancudo se mete al clóset en medio de las camisas y los pantalones y los abrigos del invierno, porque entonces, ni cerrando la puerta corrediza el mosquito queda atrapado. Apenas se apaga la luz sabrá la astróloga de los Llanos de Sotavento su extraordinaria mirada para ver en la noche y otra vez salir a la recámara a fregar la vida.
La noche anterior, Jorge Arias casi termina enloquecido atrás de varios zancudos, unos cuatro, cinco, que se metieron a su recámara como unos malandros a fastidiar la vida.
Pudo, por ejemplo, con mucha, muchísima suerte, matar al primero con un manotazo y así descubrió atónito la redondez de su estómago lleno de su sangre que le había succionado uno, dos, tres segundos antes.
Miró su cuerpo, sobre todo, en las piernas, picoteado por todos lados, la huella de los días anteriores apenas llegó el invierno cuando ellos emergen del sótano del tiempo para sembrar el terrorismo biológico en el cuerpo humano.
MUCHAS DERROTAS INFLIGIDAS
En los últimos días han existido noches cuando desde las 7, 8, 9 pm, igual que los vampiros, uno escucha la furia de su sonido deambulando en la recámara. Y hacia la medianoche, en la madrugada, de plano resulta imposible conciliar el sueño, porque pareciera que en algún lado de la recámara hay un criadero de zancudos que así les llaman en Venezuela; pero que aquí en México el nombre común es el de mosquito. Aristóteles les llamó empis… Ah, pa’que vean.
Unas veces Jorge Arias les ha ganado el brinco. Pero como son tan escurridizos, en ocasiones con el manotazo sólo se ha quedado con dos de sus cuatro patas, o con una de su par de alas, aun cuando nunca, jamás, ha podido incautar la nariz alargada y picuda con que asestan la ponzoña en el cuerpo.
Volando, parecen unos aviones, quizá el Concorde por su velocidad.
El caso es que tantos piquetes tiene el compa en su cuerpo que mientras Aristóteles los tomaba como objeto de estudio, él los odia y siente, percibe que lo están enloqueciendo, y/o cuando menos lo han aproximado a la demencia senil.
Y es que cada noche es un infierno. Por más que durante el día y la noche las ventanas de su recámara están cerradas, quizá, claro, se filtran por otras ventanas y como les gusta su sangre de viejo y senil se agrupan en una especie de ejército y vuelan derecho, derechito a su alcoba, como una especie de maldición bíblica como cuando las llamas incendiaron Sodoma y Gomorra y solo pudo salvarse Lot, mientras su esposa, por cuzca, quedaba petrificada por voltear pa’atrás.
Cada día, al amanecer, a Jorge Arias le ha dado por contar el número de piquetes en su cuerpo para registrar el número de derrotas infligidas en el campo de batalla.
Si en los próximos días por ahí se publica la esquela de que tuvo una muerte súbita, inesperada, los únicos culpables serán los huevillos de los mosquitos dispersados en su cuerpo, sobre todo, en la barriga gigantesca que le ha crecido como balón desde que todos los días desayuna picadas y gordas y lleva una vida sedentaria mirando las películas y las telenovelas, y de vez en vez, el periódico de ayer.