Más trabajo, más ansiolíticos: la economía va bien, nuestras vidas no tanto

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Reducir la jornada laboral podría conseguir que cientos de miles de personas dejaran los tranquilizantes 

 

Sigo con interés desde hace tiempo el debate sobre la reducción de la jornada laboral que propone reducir a 4 los días de trabajo semanales sin reducción del salario. Conozco bien el beneficio que este cambio tendría para nuestra sociedad, porque tras mucho tiempo analizándolo he observado que el factor que mejor determina si un trabajador desarrollará ansiedad es la cantidad de tiempo libre que su trabajo le deja para estar con su familia y sus amigos. En España somos el peor país de la Unión Europea en este aspecto, ya que solo uno de cada cinco trabajadores dice no tener suficiente tiempo para estar con su gente. Reducir la jornada laboral podría conseguir que hasta 800.000 personas dejaran los ansiolíticos; y esa cifra sería sencillamente inviable si solamente se reforzasen las plantillas de psicólogos de la Seguridad Social. 

Las cosas, por desgracia, no son tan sencillas como reducir la jornada y ya está. Si le damos más tiempo al trabajador, dicen algunos, muchas empresas tendrán que cerrar y el remedio acabará siendo peor que la enfermedad. Cuesta creer que así sea considerando que en prácticamente todos los países de Europa los trabajadores tienen más tiempo que los nuestros, pero en este debate hay muchos actores envueltos y unos tienen números más convincentes que otros. Mientras unos hablan de pérdidas millonarias, otros hablan de tiempo libre y bienestar, algo que suena bien, pero muchos no se toman en serio. 

La CEOE nos repitió por activa y por pasiva las terribles pérdidas que sufriríamos si redujéramos la jornada laboral, pero nadie puso sobre la mesa el número de niños que hoy entran al colegio a las 7.00 y salen a las 18.00 porque sus padres no pueden recogerlos antes. Todos nos alegramos estos meses de las excelentes cifras de desempleo, pero nadie sabe aún por qué nuestros trabajadores siguen siendo los que más ansiolíticos toman del mundo. Este es el tipo de paradigma en el que nos encontramos, la economía va bien, nuestras vidas no tanto. 

En el Instituto de la Felicidad de Copenhague nos dedicamos desde hace años a este tipo de asuntos porque pensamos que en nuestras decisiones políticas deberíamos tener en cuenta también el tiempo que pasamos con nuestros hijos o lo bien que dormimos. En nuestros años de investigación hemos descubierto muchas cosas que el PIB nunca podrá desvelar, pero hay una en concreto que me parece especialmente relevante, y es que desde hace ya varias décadas el aumento de la riqueza no mejora la vida de la gente. En EE UU, por ejemplo, el PIB ha subido un 17% desde 2009, mientras la satisfacción con la vida ha bajado un 3% en el mismo periodo. 

No es el único país, cada vez son más los que siguen esta tendencia y nadie sabe muy bien por qué. Si en el siglo pasado el progreso consistió en poner una televisión y una lavadora en cada casa, en este parece que tendremos que resolver problemas más escurridizos como la soledad o los problemas de autoestima, y el crecimiento económico no va a ayudarnos. En otras palabras, el siglo pasado llenamos nuestros estómagos, en este tendremos que llenar nuestros corazones. 

El Instituto en el que trabajo no es el único que ha entendido la importancia de medir cómo nos sentimos. Ya en 2009 la comisión Stiglitz-Sen-Fitoussi, una reunión de economistas y premios Nobel, se propuso identificar los límites del PIB como criterio de evaluación del progreso tras los múltiples problemas medioambientales causados por el excesivo consumo y las sucesivas crisis financieras. 

Desde entonces cada vez más países se han unido a este movimiento conocido como la Wellbeing Economy —economía del bienestar, en inglés — que pretende poner la felicidad de la gente en el centro: desde Nueva Zelanda y su famoso presupuesto del bienestar a Japón o Reino Unido con su ministerio de la Soledad, pasando por Noruega su estrategia nacional para el bienestar o el famoso caso de Bután y su FIB —Felicidad Interior Bruta—. Puede que este movimiento no tenga todas las respuestas a nuestros problemas, seguro que no, pero ayudará a poner sobre la mesa nuestra felicidad cuando el gobierno y la patronal se sienten a negociar asuntos como los costes laborales que traerán la reducción de la jornada laboral.

 

*EL PAÍS