Los futuros guardianes de las montañas de Soacha, un ecosistema único en peligro

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Una escuela ambiental acerca la riqueza natural del entorno de la ciudad colombiana a los niños que lo habitan 

 

A los pies de las colinas se extiende la inmensidad urbana. Es Soacha, una ciudad al sur de Bogotá. No hay frontera visible entre el municipio y la capital colombiana, solo ladrillo hasta las montañas que se levantan en el horizonte. En una de las colinas, un grupo de niños camina ajeno al gigante metropolitano que yace a sus espaldas; ellos persiguen una alondra. 

“¿La escuchan?”, pregunta el profesor, Breydi Rivas. Uno de los niños responde exasperado: “Yo solo escucho eso de por allá”. Se llama Yesid, tiene 13 años y se refiere a las excavadoras que deshuesan la colina vecina. Es el ruido de una de las muchas minas que rodean Soacha y que extraen arena y tierra para la construcción. Un estruendo mecánico que constata que, mientras la montaña se hace más pequeña, la ciudad se hace más grande. 

El paisaje es conocido para los niños. Su barrio, Rincón del Lago, trepa por las montañas de pasto amarillento, algo seco, sin árboles, cada vez más arriba. Algunos de ellos viven en casas construidas de manera ilegal. Ninguno pisa asfalto cuando sale a la calle, sino la misma tierra arcillosa sobre la que ahora corren buscando pájaros con unos binoculares que apenas están aprendiendo a usar. 

Es el objetivo de la excursión, o mejor dicho, de la salida de campo, como le llama Breydi: encontrar la alondra cornuda (Eremophila alpestris peregrina), un ave característica de la región. “Desde que hicieron la carretera que va a la mina, se ve menos”, comenta el profesor. Breydi dirige el colectivo ciudadano Repatriacción y, junto a la Fundación Fihizhká, un colectivo de defensa medioambiental y de memoria ancestral de Soacha, lanzaron hace cuatro meses la Escuela Ambiental El Gran Mundo de la Subxerofitia, enfocada en dar a conocer el ecosistema de Soacha a las infancias. Desde entonces, una quincena de niños y niñas se reúnen los fines de semana para aprender. Han creado cuentos sobre el río, los árboles y los animales, han dibujado plantas e insectos y, sobre todo, se han hecho amigos. 

“Hay niños a quienes se les dificulta escribir o dibujar y queremos aprovechar para reforzar esas habilidades (…) además de ver los dotes artísticos que tienen y estimularlos”, dice Johanna Lozano, representante de la Fundación, que también camina con unos prismáticos colgados del cuello. “Otro de los objetivos es proteger a los niños, que aprovechen el tiempo libre para poder alejarlos de algunos factores de riesgo que se pueden llegar a encontrar en su barrio”, agrega. 

Se refiere a la violencia social que atraviesa la periferia de esta área metropolitana colombiana. El 47% de la población suachuna vive en pobreza, en datos de la alcaldía; la tasa de deserción escolar es del 4,6%, casi el doble respecto a Bogotá, y el microtráfico es una de las alternativas para adolescentes y jóvenes en los barrios más marginalizados. Sin embargo, esta scuela es “un punto de encuentro”, según Johanna, que ayuda a “formar un tejido social” entre los niños y niñas y que los puede blindar de algunas de estas dinámicas. 

Claramente, está dando sus frutos. John tiene 11 años, acude a los encuentros con dos de sus hermanos y usa con fluidez la palabra peciolo, que significa la parte de la planta que une la hoja con el tallo. Sabe qué hojas son lanceoladas o serruladas y quiere tomarle fotos a todas las flores diminutas y a los insectos que encuentra durante la caminata. Comparte los binoculares con una de sus compañeras y sale corriendo cuando escucha el canto de la alondra cornuda en algún lado. 

Porque se escucha. A pesar del ruido de las minas cercanas, hay al menos dos aves en un diálogo que mantiene a los niños en una búsqueda impaciente. Este pájaro endémico es pequeño, no supera los 20 centímetros de altura, y comparte los colores marrones, beige y amarillos con el entorno. Es un buen emblema del ecosistema que habita, la subxerofitia, un bosque enano semiárido donde escasean los árboles y la vegetación suele ser baja. Hay pocos enclaves con estas características en Colombia, pero los alrededores de Bogotá y sus ciudades aledañas son una de las islas biogeográficas donde existe este tipo de hábitat. 

“Es bien particular, es uno de los ecosistemas de alta montaña de los Andes que tiene características secas, tiene una transición a semidesértico”, explica Breydi. “Aunque es visualmente seco, tiene una gran cantidad de valores hídricos de manera subterránea. La subxerofitia es la que nos sirve como un filtro natural de agua (…) Coge todo el agua que se precipita con las lluvias y la lleva hacia las fuentes subterráneas”. 

Actualmente, Bogotá está bajo racionamientos semanales de agua debido a la emergencia hídrica de los embalses que normalmente la alimentan, después de inusuales meses de sequía. Para revertir la situación, no solo es necesaria la lluvia, sino también el funcionamiento correcto de todas las etapas de los ecosistemas que regulan el ciclo del agua en la región. “Es importante proteger la subxerofitia porque, si no, en cuestión de 20 años vamos a tener falencias hídricas bastante grandes”, lamenta Breydi. 

La subxerofitia está en riesgo. “La vulneran los procesos mineros y la construcción tanto legal como ilegal”, explica el vocero de la Fundación Fihizhká. En las últimas décadas, Soacha se ha extendido de manera descontrolada. Según el Departamento Administrativo Nacional de Estadística colombiano (DANE), la población de Soacha es de unos 800.000 habitantes, pero la misma alcaldía del municipio llegó a disputar esa cifra en 2018 reclamando que más de un millón de personas viven en la ciudad. En 2003, la población de Soacha no superaba los 400.000 habitantes. Como mínimo, la cifra se ha duplicado en dos décadas. 

Las víctimas han sido las colinas que rodean la ciudad, desde su ecosistema hasta su patrimonio arqueológico, uno de los más ricos del país. “La subxerofitia no es muy conocida, y eso genera que las constructoras y las mineras piensen que son potreros donde no hay nada”, denuncia Breydi. Sin embargo, la esperanza es que el futuro sea distinto gracias a proyectos como el de la escuela. “Si las personas empiezan a conocer lo que tienen alrededor, por qué es tan importante la planta, el bichito, por qué es tan importante la fuente de agua, van a tener una apropiación hacia lo que es su lugar, su entorno”, reflexiona Johanna. 

Sin duda, los niños y niñas parecen estar en “su lugar” observando las lomas con los prismáticos, dibujando las plantas pequeñas subxerofíticas y jugando a perseguirse cuando se cansan de buscar un pájaro diminuto. Las alondras aparecen cuando hay silencio, según Breydi, pero esta mañana las aves están dispuestas a contradecirlo y quieren sumarse a la algarabía infantil. De repente, alguien ve un punto cruzar de colina a colina y suena el grito de alerta. Los niños se amontonan, corren, la espantan. Pero no importa: las alondras vuelven hasta de dos en dos. 

De regreso al barrio, John asegura que las vio a menos de diez metros de distancia. Yesid se olvida momentáneamente de su nombre y su amigo se burla de su mala memoria. Julieth, la hermana de John, dice flojito que ella no alcanzó a mirarla. Algún niño grita lo que todos están pensando: “¿Volveremos, profe?”

 

*EL PAÍS