Los dos últimos hablantes de chaná, una lengua que se mantuvo en secreto 200 años

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Blas Jaime lleva 20 años tratando de que esta lengua indígena argentina no muera. Le transmitió el conocimiento a su hija Evangelina, que hoy es la guardiana de la memoria de su pueblo 

 

Evangelina Jaime, de 47 años, todavía no cae en la cuenta de lo que significa ser una adá oyendén (mujer guardiana de la memoria), alguien que preserva el conocimiento de toda una comunidad. Es descendiente de chaná, un pueblo indígena que habitó durante siglos a la vera del río Paraná, el segundo más largo de Sudamérica, en la provincia argentina de Entre Ríos, y también en Buenos Aires, Santa Fe, y en una porción de Uruguay. “Lo tomo con naturalidad. Lo hago desde el compromiso con mi familia; no porque es algo importante”, le dice a América Futura a orillas del imponente río, en la calle de los Pescadores del Paraná de Puerto Sánchez. 

Evangelina (en chaná Uvaé ug Áratá, “luz de luna”) es la heredera del legado que desde hace una década le transmite su padre, Blas Jaime (en chaná Agó acoé inó, literalmente “perro sin dueño”), de 90 años. Blas lleva dos décadas intentando resucitar la lengua de sus ancestros que se creía muerta porque se mantuvo en secreto 200 años. En la austera cocina de su casa en las cercanías de la ciudad de Paraná, Blas saluda en su idioma de sonidos guturales que brotan desde la garganta casi sin mover los labios, como lo hacen los ventrílocuos. 

“Njarúg” dice, dando la bienvenida mientras alza las dos manos que muestran las palmas de líneas profundas. Así lo hacían sus antepasados en una muestra de amistad: significa que no tienen ninguna clase de armas. “Cuando se daba por perdido el idioma, aparecí yo”, resume Blas, a modo de presentación. Su madre, Ederlinda ‘Morocha’ Yelón, comenzó el traspaso de los saberes cuando su hijo apenas tenía 12 años y continuó hasta cerca de los 25. 

Lo hizo igual que su mamá, que lo aprendió de su abuela que lo heredó, a su vez, de su bisabuela en una cadena de transmisión oral para guardar la memoria. Las mujeres tenían el saber en este pueblo silencioso y guerrero acostumbrado a soportar el dolor sin derramar lágrimas. 

Las tres hijas de Morocha murieron de tifus. Por eso, rompiendo todas las reglas, le pidió a su hijo varón que aprendiera, para que la cultura no se fuera con ella de este mundo. Le dijo que atesorara sus conocimientos en silencio hasta que encontrara la señal que indicara el momento de hablar. Era un chico juicioso y con autoridad”, asegura el hombre que dice tener el don de sanar. Está escrito en su piel: tiene una cruz blanca en el paladar y otra en el bajo vientre, igual que Evangelina, unas marcas de nacimiento que, dicen, da el poder de sanación a quienes las tienen. 

Cuando Blas cumplió 70 años, ya retirado de la vida laboral como predicador mormón, le comentó su origen chaná a una descendiente de indígena que pensó que su pueblo ya no existía, a lo que le respondió: “Yo sí existo”. Lo invitaron a disertar en una escuela y después en otra y otra más. Era la señal de la que le había hablado su madre; era el tiempo de alzar la voz. Para entonces, la Unesco había inscrito el chaná como una lengua extinta en su Atlas de Lenguas del Mundo. “Cuando dejé de trabajar y vi que no había tanta persecución, hablé. La lengua es la identidad de un pueblo”, asegura. 

Muchos no le creían. Jaime salió en la búsqueda de otros chanás con la ilusión de rearmar una comunidad parecida a la de 2000 años atrás. Pero no encontró a nadie más. Según el Censo Nacional de Población 2022, 1.306.760 argentinos se reconocen como aborígenes. La cifra representa el 2,9% de la población del país. En el Registro Nacional de Comunidades Indígenas, figuran 34 pueblos originarios, pero ni rastro de los chaná. 

Resucitar la lengua 

Cuando Blas comenzó a hablar, no paró más; estaba empeñado en revivir la lengua y en situar a su pueblo en el mapa. Junto con su hija emprendió la artesanal tarea de poner por escrito la lengua oral que recordaba. “Empezamos a anotar. Él me decía una palabra y el significado y lo iba poniendo por orden alfabético”, cuenta la hija de Jaime. Sin darse cuenta se convirtió en una archivista de la lengua chaná. Así empezó a gestarse un diccionario de mil palabras que Evangelina ya está ampliando. Todavía guarda en una caja de cartón los viejos originales de puño y letra firmados por Blas. 

Para ello, Jaime contó con la ayuda del lingüista Pedro Viegas Barros, especializado en lenguas originarias latinoamericanas e investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), quien se entusiasmó con el rescate de la lengua perdida. Su tarea fue corroborar si se trataba de una lengua originaria y no de un dialecto o una deformación de otro idioma o un invento. 

Relacionó los vocablos que había recopilado Jaime con el único antecedente conocido de la lengua, el compendio de 1815 del sacerdote y naturalista uruguayo Dámaso Larrañaga, que entrevistó a tres ancianos chanás en Uruguay. La investigación de Viegas Barros sobre morfosintaxis, fonética, fonología y gramática tuvieron amplia divulgación y aceptación en el mundo académico. “Pedro Viegas Barros dice que es imposible inventar un idioma tan complejo, en el que una palabra significa muchas cosas”, apunta Evangelina. Recopilaron vocablos, expresiones, leyendas y hasta recorrieron el río Paraná buscando, en vano, a otros descendientes que conocieran la lengua. El diccionario se publicó en 2013. 

“Blas Jaime es considerado una figura clave por la Unesco debido a su rol en la conservación de esta lengua indígena de Argentina y Uruguay”, indica Ernesto Fernández Polcuch, director de la oficina regional de la Unesco en Montevideo y representante ante Argentina. El organismo de las Naciones Unidas lo declaró como el último chaná parlante. Según los últimos datos de ese organismo, en 2016 el 40% de las lenguas del mundo -más de 2600- estaban en peligro de desaparecer por ser habladas por una cantidad reducida de personas. 

En el mundo, la situación de las lenguas indígenas también es crítico: actualmente sobreviven unas 400. En áreas muy extensas de América del Sur se han extinguido casi todas y las que perduran cuentan con pocos hablantes. El lingüista Enrique Doerflinger, profesor de la Universidad Nacional de Córdoba y en la Universidad Nacional de Villa María y especialista en quechua, explica que hay unas 15 lenguas indígenas sobrevivientes con cierta vitalidad y una cantidad de hablantes significativa en Argentina. “Cuando llegaron los españoles se estima que en el territorio había entre 35 y 40 lenguas. Desapareció un 50%”, indica. 

El silencio 

Primero la conquista y, después, la persecución, discriminación y el desprecio provocaron el mutismo del pueblo chaná que lo llevó a desaparecer de la conciencia pública. “No tenemos a quién preguntarle nada ahora. O están silenciados o se cierran a hablar porque está en el ADN callarse. Ya era un pueblo silencioso y luego lo silenciaron del todo”, afirma Evangelina. 

De hecho, la historia empezó así, callando. “El silencio hizo daño, al punto de que muchos se olvidaron de quiénes eran”, agrega. Y explica que hubo un tiempo en el que a los chicos les cortaban la punta de la lengua o les pinchaban un ojo si hablaban en chaná. 

Blas recuerda que a los 7 años escuchó a su maestra referirse a unos niños como “los indios de las barrancas de Nogoya”, una ciudad entrerriana, que eran “como animales”. Él no tardó mucho en irse de allí. A los 10 años, abandonó la escuela. 

Evangelina, por su parte, vivió su propio calvario. En la secundaria, un profesor aseguró que los chanás no existían. Ella dijo que era descendiente de ese pueblo indígena. “Me preguntó si estaba segura y yo le conté sobre mi abuela. Me dijo que era imposible. Me callé”, recuerda. Su testimonio le causó problemas: sufrió acoso escolar, la llamaban “india” y “negra”. “Cuando mi papá me preguntó si quería aprender la cultura le dije que no. Yo estaba viviendo ese proceso de discriminación, aunque mi familia no lo sabía. No quise saber nada con el pasado chaná”, se explaya. 

Pasaron décadas hasta que Evangelina se reconcilió con su estirpe indígena y buceó en su identidad. Cuando nació su hijo, hoy de 23 años, aceptó la antigua oferta de su padre de aprender la lengua, de empaparse de la cultura y de convertirse de a poco en la “guardiana de la memoria”, como habría querido su abuela Morocha. “Quedarse en el olvido es como no existir, se pierde el conocimiento”, dice. 

La confirmación completa de sus raíces llegó con los resultados del ADN de Blas, que participó en 2017 del estudio mundial del genoma mitocondrial ancestral que se realizó entre personas que dicen ser indígenas. “Soy de sangre pura”, dice Blas en relación a los análisis. El estudio, analizado y publicado por el Instituto de Ciencias Antropológicas de la Universidad de Buenos Aires, determinó un posible vínculo de los chaná con indígenas kayapós, en Brasil. “No tenemos sangre africana ni europea”, apunta Evangelina, que lloró de emoción cuando conoció los resultados. 

Hablar para vivir 

La primera noticia sobre el último hablante chaná la publicó el periodista Daniel Fiorotto en 2005, lo que generó el interés del lingüista Viegas Barros. A partir de entonces, Jaime tuvo su momento de fama. Pasó a ser requerido por la prensa, se hicieron documentales, disertó en una charla TED y hasta le puso voz a un dibujo animado sobre el pueblo chaná. “La noticia llegó a Europa y Estados Unidos”, asegura. 

También comenzó a dar clases de chaná en el Museo Antropológico de Paraná, pero nunca había sido profesor y necesitó de la ayuda de su hija. “Dejé que él hiciera, aprendía con él. Tomaba clases como todos los alumnos y después iba a mi casa y seguía reforzando”, relata Evangelina. En ese proceso, iba entendiendo a su familia. 

Hoy ella enseña por internet a universitarios, escritores y aficionados de todo el mundo. “Los alumnos entablan una conversación, pero es imposible conocer a fondo todo. Yo llevo diez años aprendiendo”, concluye Evangelina que dice que, mientras viva, seguirá enseñando. La difusión es un compromiso consigo misma y con su abuela. No quiere que el chaná siga siendo el pueblo silencioso.

 

*EL PAÍS