PILAR RAMÍREZ
Estudiantes
Por primera vez en lo que lleva el presente sexenio, el presidente Enrique Peña Nieto dirigió unas palabras a la nación, en las que abordó los temas de violencia, inseguridad y crimen organizado. No podía ser de otro modo, guardar silencio ante el ataque armado contra normalistas de Ayotzinapa, los fallecidos de ese día, los desaparecidos y los cadáveres encontrados en fosas clandestinas que pudieran ser de estos jóvenes ya no caería en la estrategia que ha caracterizado a la administración peñista de circunscribir el tema de la violencia al ámbito policiaco y judicial, hubiera sido simplemente insensible.
Resulta difícil distinguir la línea que separa el silencio ante el tema de la violencia como un mecanismo que intenta evitar su magnificación de la indiferencia hacia un problema que no ceja.
Como un sombrío presagio, el mismo día que se dio el último adiós al líder estudiantil de 1968, Raúl Álvarez Garín, se informó de los disparos que la policía había hecho contra estudiantes normalistas en Iguala. El reporte de cinco fallecidos —dos de ellos estudiantes que quedaron en el lugar de los hechos—, uno con muerte cerebral, 25 personas heridas —algunas de ellas gravemente—, 43 normalistas desaparecidos y los testimonios de testigos hicieron inevitable que se ahondara en el ataque contra normalistas la noche del 26 de septiembre.
Hoy existe la fuerte presunción de que los cadáveres exhumados de fosas clandestinas pueden ser de los estudiantes. Las acusaciones apuntan al crimen organizado en combinación con la policía. Las razones que dieron el presidente municipal de Iguala y otras autoridades policiacas intentando justificar los disparos resultan irrelevantes y grotescas ante la dimensión del abuso y el exceso de violencia. La estrategia del silencio perdió su razón de ser ante el número de familias que temen recibir la noticia de que su hijo fue asesinado con crueldad y aun en el caso de no ser así, el alivio no llegará mientras no los encuentren con vida.
Existe la percepción de que la administración anterior utilizó el combate a la delincuencia para legitimarse más que para combatirla, era el enemigo visible que le daba razón de ser y había que publicitarlo. El cambio radical hacia el otro extremo no consideró —hasta hoy que nos estremece la posibilidad de la ejecución de tantos estudiantes— que la población encontró desamparo en el silencio y una sensación de indiferencia. La única manera de resarcir el dolor y tratar de encarar el horror y estremecimiento que causa a las familias afectadas y a la sociedad esta afrenta es atajar la impunidad.
En este contexto, de sorpresa e indignación, el gobierno federal tuvo que enfrentar otro asunto estudiantil: el de las protestas de los estudiantes del Politécnico en rechazo al nuevo reglamento y las modificaciones a los planes de estudio. Con lo delicado que resulta el caso Iguala que tomó las primeras planas apenas las hubo dejado el caso de las posibles ejecuciones en Tlatlaya, era poco aconsejable intentar reprimir o desalentar el movimiento estudiantil que rápidamente sumó adeptos, mostró una gran determinación a defender sus demandas como no se veía desde hace muchos años y, quizá, lo más alarmante para las autoridades, exhibió organización y logró posicionar su discurso con peticiones claras, sencillas y entendibles que derrotaron, ante la opinión pública, la postura de las autoridades, que no lograron estructurar un mensaje que hiciera frente al de los estudiantes.
Los estudiantes son, para muchos adultos, ese horizonte esperanzador que a veces puede ser vehemente en exceso al defender sus causas, incluso intransigente, pero es quizá allí donde reside la esperanza, en esa zona entre ingenua, enérgica y honesta que ya no se encuentra en otras etapas de la vida ni en otros ámbitos y por eso los seguimos apoyando, porque muchas veces ellos son lo que ya no podemos ser y nos confrontan con lo que dejamos ir por la comodidad. Esto también le generó simpatías al movimiento politécnico.
Rebasadas las autoridades del Politécnico, el gobierno federal tomó las negociaciones, pero extrañamente no fue la SEP sino la Secretaría de Gobernación. Da la impresión de que la administración federal arropó al secretario Emilio Chuayffet, quien no se había pronunciado sobre el tema hasta su comparecencia en la Cámara de Diputados, como en un intento de no exponerlo al conflicto y asociarlo a otra situación de crisis. El gobierno federal depuso a la directora del IPN y anunció la cancelación del reglamento y los nuevos planes de estudio. Los estudiantes todavía no se pronuncian sobre la respuesta de las autoridades, aunque adelantaron que es incompleta.
Ya una vez les pasó a los estudiantes de la UNAM, ojalá los politécnicos sepan reconocer que ganaron y no pierdan por no hacerlo.
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