Desde que empezó el mandato de Enrique Peña Nieto, incluso antes, la constante han sido las manifestaciones en su contra. Ya sea por la manera en que llegó al poder (bajo el escándalo de las tarjetas Monex y de Soriana), o por las reformas que ha llevado a cabo, o por los desaparecidos de Ayotzinapa, o por sus bienes y los de su esposa, cuyo origen no acaba de quedar del todo claro, el caso es que las protestas han sido multitudinarias e históricas, pues nunca en los últimos años un presidente mexicano había gozado de tan baja popularidad; aunque él no parece darse por aludido.
El modo de manifestarse de la sociedad en general, y esto hay que aplaudirlo, ha sido admirable y la gran mayoría de las veces, a excepción de algunas zonas del país verdaderamente conflictivas como en algunas localidades del estado de Guerrero, las marchas han sido pacíficas y se ha demostrado una enorme madurez cívica.
Lamentablemente, tal y como sucedió este primero de diciembre, no todos piensan igual y en muchas ciudades en donde la mayoría, y esto hay que recalcarlo, de las personas se han manifestado de manera pacífica ha habido grupos de encapuchados que han tratado de criminalizar la legítima protesta ciudadana, ya sea haciendo pintas en edificios públicos, rompiendo vidrios en comercios o enfrentándose de manera violenta a los cuerpos policíacos.
Estos grupos radicales, que han denostado la petición de los ciudadanos de no más violencia, se hacen llamar “anarquistas” y justifican sus actos destructivos y violentos bajo ciertas premisas filosóficas que, según ellos, son atribuibles a esta corriente de pensamiento. ¿Pero en realidad los anarquistas verdaderos son tan destructivos? No, sin duda, y me permitiré hacer algunas precisiones de esta filosofía política porque creo que es necesario diferenciar una cosa de otra.
El anarquismo es una filosofía política y social que llama a la oposición y abolición del Estado entendido como gobierno y, por extensión, de toda autoridad, jerarquía o control social que se imponga al individuo, por considerarlas indeseables, innecesarias y nocivas
Sin embargo, el anarquismo no es sinónimo de caos como muchos erróneamente piensan; si bien es cierto que se pugna por la ausencia de gobierno y autoridad, esto sólo se deberá a que la sociedad habría alcanzado un grado de madurez tal que no le harían falta. Es decir, una sociedad en donde todos respetan a todos (de todas las formas posibles), ¿para qué habría de querer un poder opresor y con privilegios leoninos? Los anarquistas aspiran, por tanto, a una sociedad que busca la perfección y el desarrollo pleno del individuo.
Así puestas las cosas, bien nos podemos dar cuenta que los llamados anarquistas, de tendencias destructivas y estúpidas, no lo son, por lo que ya podríamos empezar a clasificarlos como delincuentes, vándalos, desadaptados sociales o, permítaseme el “sospechosismo”, infiltrados de “alguien” que pretende criminalizar las protestas legítimas de la sociedad. ¿Quién? Ahí sí, como dijo aquél: “chi lo sa”.
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