*El regalo navideño perfecto
*Libros a $19 en CONACULTA
*Más caro cuesta un lechero
I
Jorge Arias quiso darse el regalo navideño perfecto y fue a la librería de CONACULTA, en el zócalo jarocho, frente al palacio municipal.
Entrando se topó con unos libros exhibidos en una isla, una especie de mostrador donde tienden y extienden el mayor número posible.
Y ahí estaban.
Diez días que estremecieron el mundo, de John Reed.
Crónicas del legendario reportero norteamericano durante la revolución rusa, al lado de Lenin, su cuate.
Se acordó de cuando tendría unos 17 años. Un día, en la biblioteca de su maestro en el pueblo miró el libro de John Reed. Se lo pidió prestado.
“Lo tengo en mi lista para leer” dijo el profe.
“Maestro, en dos días lo leo y se lo devuelvo”.
“No, todavía no es tiempo”.
“¿Por qué, maestro, todavía no es tiempo?”.
“Otro día te lo presto”.
Nunca se lo prestó. Semanas después el profe dijo en clase la siguiente frase bíblica: “Pendejo es quien presta un libro. Y más pendejo el que lo devuelve”.
Entendió.
Por eso, cuando ahora fue a CONACULTA de inmediato lo tomó para dárselo a sí mismo de obsequio navideño.
Luego, dio dos, tres pasitos y ahí estaba otro libro de crónicas. Se llama El alma del hombre bajo, de Oscar Wilde.
¿Oscar Wilde escribiendo crónicas? se preguntó. Y sí, Wilde escribiendo crónicas y quien según Ernest Hemingway escribió el cuento más hermoso del mundo sobre unos gorriones.
En la esquina de la isla estaba el tercer libro de crónicas. La aznaridad se llama, de Manuel Vázquez Montalbán, crónicas de los ocho años de José María Azar como presidente del gobierno español, la crisis de la sucesión que el PSOE sufrió tras la caída de Felipe González, la lucha ideológica de la derecha española.
Jorge Arias tomó los tres libros y sintió que nunca antes se había dado un regalazazo como ahora.
II
–Porfis, me los llevo, dijo al encargado de la librería CONACULTA, mientras ojeaba el resto de libros en otra isla, buscando por ahí algún otro libro de crónicas periodísticas, que es su lectura preferida, obligada, inevitable.
Dos, tres, cuatro minutos después el gerente dijo a Jorge Arias:
–Son 54 pesos.
–¿54 pesos?
–Sí, 54.
–¿Por los tres?, repreguntó el tecleador, pensando que como el gerente es nuevo todavía desconoce el negocio y se estaría equivocando.
–Sí, por los tres libros, dijo el gerente, la voz firme, segura.
–¿Seguro, segurisísimo?
–Sí, cada libro vale 19 pesos.
–Pero… ¿por qué tan barato?
–Es una promoción de la editorial Público. Libros baratos para que todos leamos.
Incrédulo, mejor dicho, agnóstico, pensando en José Vasconcelos cuando como secretario de Educación del presidente Álvaro Obregón publicó los clásicos en papel revolución y los regalaba para que los mexicanos leyeran, Jorge Arias se apresuró a pagar los 54 pesos de los tres libros, antes, mucho antes, digamos, de que el gerente se arrepintiera y le metiera un golazo.
Incluso, pidió al gerente que así se los llevaba, sin envolver, sin una bolsa con el logotipo de CONACULTA, sin un separador que le regalaban, sin el recibo ni menos la factura.
III
Otra vez en el zócalo miró a una pareja de jóvenes turistas, fogosos y cariñosos, que pedían a un transeúnte les tomara la foto del recuerdo, encaramelados, a un ladito del gigantesco árbol navideño.
Luego, se fue al café y pidió un lechero, sin canilla, porque el mediodía se acercaba, la hora de comer.
Y de inmediato empezó a releer a John Reed, el joven reportero que a los 26 años de edad estaba en la frontera norte cruzando hacia México para cronicar la revolución al lado de Pancho Villa, mientras su maestro, Lincoln Steffens, se iba con Venustiano Carranza.
De traguito de café en traguito fue leyendo una y otra y otra y otra paginita de John Reed cuando se hace amigo de Lenin y de tarde en tarde solían tomar cafecito platicando sobre el destino de la revolución, las piernas de los dos rozándose, debatiendo sobre el destino de la insurgencia en el mundo.
Una hora después pidió la cuenta del lechero.
–40 pesos, dijo el mesero.
–¿Cómo, 40 pesos, no chingues, hermanito, no chingues?
–Son 40 pesos, jefe.
–Pero, mira, cada uno de estos tres libros costó 19 pesos.
–Pues sí; pero mire, aquí está la carta y aquí dice 40 pesos, más la propina navideña, claro, dijo, exclamó, insinuó, los ojos llenos de esperanza, el mesero.
Jorge Arias le dejó 50 pesos. La felicidad de haber comprado tres libros, cada uno en 19 pesos (más un peso de descuento por navidad), lo volvió misericordioso, generoso, caritativo, y deseaba que los otros, todos, de igual manera tuvieran razones para estar contentos.