Cómo vivir en Xalapa

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ALEJANDRO HERNÁNDEZ

¡Ay papás… es Navidad!

 

Mi ciudad es un lugar en donde puede pasar  de todo, incluso que yo escriba un cuento cursi de Navidad y hasta que ustedes me hagan el favor de leerlo. Aquí les va:

El reloj, cuando uno anda con prisa corre más rápido de lo normal. Si lo sabría ella que desde que Jorgito había nacido —y ya tenía seis años— no disfrutaba de esa languidez que el tiempo parecía tener. El día, las horas, los minutos o algo que movía el escondido mecanismo del reloj de la sala; habían cambiado y hacía que las manecillas cayeran más rápido de lo normal, llegándose de las doce hacia abajo, víctimas de la gravedad. Hoy, a pesar de ser la víspera de Navidad, no era la excepción.

Había quedado con Jorge que estaría lista a las nueve de la noche, y que tendría listo al niño y que tendría a tiempo el bacalao a la vizcaína que su suegra le festejaba tanto —lo único que le festejaba— y que le alistaría el traje gris con la camisa blanca para que nomás pasara a cambiarse y… ¡Uf! ¡Cuántas cosas! Pensó, cuando se despertó, que no le daría tiempo.

Sin embargo, a las nueve con cinco tuvo el traje gris y la camisa blanca sin una arruga, en la silla de la recamara; el bacalao a la vizcaína en un recipiente de plástico y en una bolsa, listo para ser transportado sin dejar sus deliciosas salsas en ninguna parte; al niño relamido de su pelo, ajustado de sus botones y cubierto de pies a cabeza como si fuera a mandarlo por paquetería al Ártico y ella, enfundada en un vestido conservador pero juvenil —como correspondía a una señora moderna— esperaba atisbando por la ventana hacia la calle. Una llovizna delgadita y, según el aliento de la gente que pasaba y hacía nubecillas delante de ella muy fría, comenzaba a caer. Jorge, por supuesto, no llegó a la hora que dijo.

A las nueve con cuarenta y cinco Claudia tuvo, además de todo lo que ya vimos, un humor de los mil diablos.

Justamente cuando el niño se empezaba a quitar parte del equipo polar —harto ya de no moverse durante casi una hora— la puerta se abrió y entró Jorge con una sonrisa que se congeló, cuando vio la cara de su esposa, más de lo que ya venía porque la calle, esa noche, no era un buen lugar para andar. Se disculpó, sin éxito, de que el brindis en la oficina se hubiera alargado y subió a cambiarse. Diez minutos después —todo un record en su haber— bajó sonriente y después de unos últimos comentarios, que no funcionaron para disipar el mal humor de Claudia, salieron cargando: niño, abrigos extras, paraguas, regalos —de intercambio forzado— y el bacalao a la vizcaína, cuyo aroma sería capaz de animar, incluso, la más gris de las navidades.

Caminaron cuatro cuadras hasta una avenida en donde el tráfico era más intenso y, según las probabilidades, más fácil tomar un taxi.

Las probabilidades son unas señoras veleidosas que cuando se les ocurre fallar, fallan y ya. Esa noche estaban de lo más fallidas, por cierto. Los autos pasaban festivos, llenos de gente que iba a la casa de la abuela, a la de los tíos, a la de los amigos o a la suya propia para recibir a otros que irían a ella también porque era, a su vez, la casa de la abuela, de los tíos o de los amigos. Los taxis no iban a ninguna parte porque, al menos por ahí, no pasaban… vacios. Nunca tomar uno fue tan difícil, o nunca tantos taxis fueron tan solicitados, o tal vez nunca… ¡Diantres! Nada más no podían subirse a ninguno.

En la esquina contraria una mujer, con unas cajitas de luces de bengala en las manos, libraba otra batalla —sin duda más urgente que la de ellos— y trataba de que las ventanillas de los autos, detenidos en la circunstancialidad del semáforo en rojo, descendieran piadosas para que los que iban dentro pudieran oír su pregón: “¡Lleve las luces patrón! ¡Las luces para el niño!”

Jorge la vio y se dio cuenta también, que en el quicio de una tienda —la clásica tienda de la esquina— estaba un niño que tendría tal vez la misma edad del suyo —pero no la misma suerte— y que miraba cómo su madre caminaba entre los autos que no bajaban sus ventanillas nunca. Su ropita era demasiado ligera —aun para un niño que irradia su propia atmósfera— y Jorge volteó a ver a su hijo inconscientemente. Se enorgulleció —antes de arrepentirse de su petulancia— de la chamarra que Jorgito traía y que le había costado doce meses sin intereses y no sé cuánto de “regalo” en el monedero electrónico.

Después de veinte minutos de fracaso, resolvieron invadir la esquina del niño que veía a su madre caminar anhelante entre los autos de ventanillas inamovibles, pues, como siempre ocurre, del otro lado de una avenida pasan más taxis, aunque nunca funciona cambiarse de lugar porque, una vez allí, del lado que se acaba de abandonar pasan más.

Mientras Jorge y Claudia trataban de detener un taxi —a cuerpo limpio casi porque habían dejado los abrigos extras, el paraguas, el bacalao a la vizcaína, los regalos de intercambio (forzado) y a su hijo en la esquina—, Jorgito hizo migas con el niño que miraba a su madre caminar entre los autos. Jorge lo miró y quiso decirle que no se moviera de donde lo había dejado y no descuidara las cosas, pero no pudo porque la magia de la Navidad se manifestó refulgente en ese instante: un taxi desocupado se detuvo al fin.

Minutos después, casi felices y ya instalados en él auto, Jorge y Claudia repasaban el inventario: ¿Paraguas?, sí. ¿Abrigos extras?, sí. ¿Regalos (forzados)?… ¿no? ¿Bacalao a la vizcaína?… ¿no? ¿Chamarra de Jorgito?… ¿no?

— ¿Y tu chamarra Jorgito? —Preguntó la mamá con el gesto propio de quien acaba de perder doce meses sin intereses y no sé cuánto en monedero electrónico.

— ¿Y el bacalao a la vizcaína? —Inquirió Jorge casi al mismo tiempo que Claudia, con un gesto parecido, pero más compungido, porque un bacalao a la vizcaína como el de su mujer no se podía perder sin dejar de sentirse desposeído.

—Se los dejé al niño de las luces —dijo Jorgito, con una sonrisa que iluminó, aún más, su carita sonrosada y triunfal— ¡Y los regalos también!

— ¡Que hiciste qué! —Dijeron los dos, al unísono, con un gesto… indescifrable.

— ¡Ay papás… es Navidad!

Y el niño siguió sonriendo, llenando de luz el taxi, la calle, la ciudad, el mundo…

Alejandro Hernández y Hernández

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